miércoles, 3 de enero de 2018

Nos enseñan desde pequeños a afrontar el dolor.
Nuestros padres nos explican que si un juguete se rompe o se estropea, hay dos opciones: tirarlo y comprarse otro o ponerle algo de celo.
Cuando nos peleamos con nuestros hermanos... y nos hacen daño... nos sentimos mejor si nuestros padres les riñen y nos dan la razón.
Y.. aquello de caerse de la bici y que con una frase mágica y un besito de mamá volvamos a sentirnos bien...
Todo son formas de olvidarnos de los daños. De lo que lastima.
Y a pesar de eso, no sabemos cómo superarlo. A veces el dolor no es algo superficial, como se nos muestra en un primer momento en la infancia. No siempre es algo a lo que puedas poner una tirita y continuar sin más.
En ocasiones hay heridas. Heridas que superan a un rasguño. Heridas que cada día se hacen más profundas en lugar de curarse.
Es muy difícil solucionar ese tipo de dolor. Nos puede acompañar meses, años.. incluso toda la vida.
Puede ser que la vida sea la propia herida para algunas personas.
No nos enseñaron a tratar este dolor, claro que no.
Pero no porque no quisieran, sino porque nadie sabe hacerlo. Existen heridas que no cicatrizan bien. Y otras que sí lo hacen.
De estas últimas, hay que tener en cuenta que el hecho de cicatrizar, no implica que no quede marca.

Pero, de acuerdo. Sigamos haciendo lo que podemos. ¿Por qué no?. Llenemos nuestra vida de pegamento y agua oxigenada. Intentemos juntar los pedacitos... puede que alguien consiga sanar su dolor.

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