Nos enseñan desde pequeños a
afrontar el dolor.
Nuestros padres nos explican que
si un juguete se rompe o se estropea, hay dos opciones: tirarlo y comprarse
otro o ponerle algo de celo.
Cuando nos peleamos con nuestros
hermanos... y nos hacen daño... nos sentimos mejor si nuestros padres les riñen
y nos dan la razón.
Y.. aquello de caerse de la bici
y que con una frase mágica y un besito de mamá volvamos a sentirnos bien...
Todo son formas de olvidarnos de
los daños. De lo que lastima.
Y a pesar de eso, no sabemos cómo
superarlo. A veces el dolor no es algo superficial, como se nos muestra en un
primer momento en la infancia. No siempre es algo a lo que puedas poner una
tirita y continuar sin más.
En ocasiones hay heridas. Heridas
que superan a un rasguño. Heridas que cada día se hacen más profundas en lugar
de curarse.
Es muy difícil solucionar ese
tipo de dolor. Nos puede acompañar meses, años.. incluso toda la vida.
Puede ser que la vida sea la
propia herida para algunas personas.
No nos enseñaron a tratar este
dolor, claro que no.
Pero no porque no quisieran, sino
porque nadie sabe hacerlo. Existen heridas que no cicatrizan bien. Y otras que
sí lo hacen.
De estas últimas, hay que tener
en cuenta que el hecho de cicatrizar, no implica que no quede marca.
Pero, de acuerdo. Sigamos
haciendo lo que podemos. ¿Por qué no?. Llenemos nuestra vida de pegamento y
agua oxigenada. Intentemos juntar los pedacitos... puede que alguien consiga
sanar su dolor.
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